Llegué a la comisaría, era un antiguo vestuario en el que los retretes individuales habían sido adaptados como calabozos de un metro cuadrado (creo que todos estábamos de acuerdo en que los delincuentes y traidores no merecían más). Las taquillas se habían adaptado como pequeñas armerías y sobretodo para guardar y archivar. Se habían montado mesas, y un banco de espera.
Llegué y saludé a mis compañeros, que me devolvieron el saludo. Cuando me vieron llegar miramos el calendario, hoy me tocaba a mí patrullar por la fábrica, vigilar a la gente. Aquello era lo mejor de mi trabajo, no era el aburrimiento tan rotundo de quedarse en la oficina, y tampoco era el peligro constante de salir fuera de la fábrica a aquel territorio tan inhóspito.
Abrí mi taquilla, cogí mi porra de madera y me la colgué del cinturón, saqué el revolver y lo guardé en la cartuchera del cinturón, después comprobé mi cuchillo y salí a la calle despidiéndome de mis camaradas.
Caminé por la fábrica con las manos en la espalda y postura firme, devolviendo el saludo a aquellos camaradas que me saludaban.
Llegué y saludé a mis compañeros, que me devolvieron el saludo. Cuando me vieron llegar miramos el calendario, hoy me tocaba a mí patrullar por la fábrica, vigilar a la gente. Aquello era lo mejor de mi trabajo, no era el aburrimiento tan rotundo de quedarse en la oficina, y tampoco era el peligro constante de salir fuera de la fábrica a aquel territorio tan inhóspito.
Abrí mi taquilla, cogí mi porra de madera y me la colgué del cinturón, saqué el revolver y lo guardé en la cartuchera del cinturón, después comprobé mi cuchillo y salí a la calle despidiéndome de mis camaradas.
Caminé por la fábrica con las manos en la espalda y postura firme, devolviendo el saludo a aquellos camaradas que me saludaban.